por Carlos Javier Bugallo Salomon
Resulta cada vez
más evidente que la democracia es el recurso ideal para evitar que el
presupuesto público incurra en deudas con el fin de enriquecer a políticos
corruptos o al sector financiero, de subvenir gastos corrientes –y no subir los
impuestos a los más pudientes- o improductivos (por ejemplo, gastos militares).
Contamos ya como
ejemplo a estudiar y a desarrollar con la iniciativa llevada hace poco a nivel
local, tanto en España como en América Latina, de los presupuestos
participativos.
Además de permitir que los ciudadanos participen en la elaboración de los presupuestos, estos municipios innovadores les presentan las cuentas del año anterior, dándoles la oportunidad de que puedan ver qué se ha hecho, qué se ha decidido y cómo se va a hacer.
Además de permitir que los ciudadanos participen en la elaboración de los presupuestos, estos municipios innovadores les presentan las cuentas del año anterior, dándoles la oportunidad de que puedan ver qué se ha hecho, qué se ha decidido y cómo se va a hacer.
El presupuesto
participativo complementa la democracia representativa con la participación
directa de la ciudadanía en los asuntos que le afectan, en este caso la
elaboración y aprobación de los presupuestos; emergiendo como una innovación al
servicio de las instituciones democráticas, a partir de la articulación de la
ciudadanía y la administración pública, acercando una a la otra y distinguiendo
un espacio público común.
Los presupuestos
participativos suponen ciertos mecanismos distintos a los que estábamos
acostumbrados:
a)
Entender la ciudadanía desde una
dimensión activa, no meramente pasiva (consultiva), que gira alrededor de la
capacidad de reflexión y decisión de la ciudadanía en temas que la involucran
directamente.
b)
La constitución de criterios racionales
capaces de guiar una toma de decisiones. No se trata de repartir el dinero ni
de dividir una tarta en porciones, sino de organizar los recursos existentes,
siempre limitados, por medio de unos criterios públicos. Los presupuestos
participativos se conforman como procedimiento que trata de definir esos
criterios de forma participativa. Lo que puede suponer, en verdad, un grado de
racionalización del que carece, con mucho, la democracia representativa.
c)
Del trato individualizado que la
administración hace de las quejas, propuestas y reivindicaciones, los
presupuestos participativos intentan tratarlas por medio de una red ciudadana,
donde el ciudadano va a afrontar siempre al otro como medio de alcanzar una propuesta.
d)
La elaboración del presupuesto resulta
así un proceso previsible, público y consensuado, en el que la ciudadanía puede
saber qué va a pasar más adelante. Todo el mundo sabe a qué atenerse o, al
menos, se puede cuestionar y exigir una explicación de lo que se ha hecho. La
ciudadanía, por ello, se dota de la capacidad de pedir cuentas.
Estando justificada
en sí misma como buen sistema de tratamiento para la vida local, la iniciativa
de los presupuestos participativos tiene una virtualidad añadida: se convierte
en un instrumento de pedagogía política para que los ciudadanos profundicen en
la necesidad y posibilidades de su incorporación a foros más amplios de
intervención en otros ámbitos de la vida social (regional, nacional, europeo y
mundial). Esto es ya una posibilidad realmente factible, dadas la mayor
capacitación ciudadana que ha logrado la universalización del sistema público
de enseñanza, y el nivel alcanzado por el uso de las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación en los países de nuestro entorno; que resulta una
necesidad social si se tiene en cuenta la baja estimación que se tiene
actualmente de los cauces por los que discurre la vida política y de las
instituciones que los regulan.[1]
Sin embargo la
imagen que otros economistas tienen del proceso político democrático es
bastante negativa. Por ejemplo, Joseph A. Schumpeter sostenía que “el
ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto
como penetra en el campo de la política. Argumenta y analiza de una manera que
él mismo calificaría de infantil si estuviese dentro de la esfera de sus
intereses efectivos. Se hace de nuevo primitivo.”. Para él era
incontrovertible que,”en realidad, el pueblo no plantea ni decide las
controversias, sino que estas cuestiones, que determinan su destino, se
plantean y deciden normalmente para el pueblo.”[2]
Sobre esta premisa
Schumpeter elabora también una interpretación de la democracia distinta a la
tradicional o ‘clásica’, en la que “democracia no significa ni puede significar
que el pueblo gobierne efectivamente, en ninguno de los sentidos evidentes de
las expresiones ‘pueblo’ y ‘gobernar’. La democracia significa tan sólo que el
pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar los hombres que han de
gobernarle. Pero como el pueblo puede decidir esto también por medios no
democráticos en absoluto, hemos tenido que estrechar nuestra definición
añadiendo otro criterio identificador del método democrático, a saber: la libre
competencia entre los pretendientes al caudillaje por el voto del electorado.”[3]
Schumpeter se
interrogó también sobre la ‘eficiencia’ económica del gobierno democrático; y
aunque era partidario de este tipo de gobierno –sobre todo porque las
alternativas no le convencían- estaba persuadido de que la ‘guerra política’
entre los distintos adversarios hacía que la legislación y la administración se
convirtiesen, en este modelo, en un “subproducto de la lucha por la
conquista del poder”.[4]
En suma, a
Schumpeter le debemos una teoría del proceso político democrático en la que los
electores se comportan irracionalmente y en la que la competencia entre los
‘caudillos políticos’ genera unos resultados ineficientes. Lo cual resulta
paradójico, pues la racionalidad y la competencia de los agentes económicos son
la clave de bóveda sobre la que los economistas liberales se apoyan para
dictaminar el carácter eficiente de la economía de mercado. En realidad es una
contradicción flagrante: lo que es válido para la economía no puede dejar de
serlo para la política.
Pero el análisis de
Schumpeter resulta singular, además, por la novedad que supone considerar la
democracia como un ‘método’ entre otros de gobierno, que debe valorarse
únicamente desde el punto de vista de la eficacia y eficiencia con la que
permite alcanzar los objetivos políticos. Esta concepción instrumental de la
democracia supone una ruptura radical con la concepción ‘clásica’ de la misma,
en cuanto era esta concebida como un bien en sí mismo, que protegía y elevaba
la dignidad de las personas.
Schumpeter también
creía que se podía mejorar el funcionamiento de la democracia a partir de
cuatro condiciones:
1.
El material humano de las personas que
forman parte de los partidos políticos, y ocupan puestos electos en el
parlamento y en el gabinete, debe ser de una calidad suficientemente elevada.
2.
El dominio efectivo de la decisión
política –esto es, de la esfera dentro de la cual deciden los políticos- no
debe ser demasiado dilatado.
3.
La existencia de una burocracia que goce
de buena reputación, dotada de un sentido del deber y de un esprit de corps
no menos fuerte; y que debe guiar e instruir a los políticos e, incluso,
constituir un poder con derecho propio.
4.
Un nivel intelectual entre los
electorados y los parlamentos que los dote de sentido crítico suficiente para
no verse atraídos por ‘fulleros’ y ‘farsantes’. A esta condición la llama
‘autodisciplina democrática’.[5]
Esta interpretación
instrumental, elitista y limitada de la democracia ha sido
actualizada ahora por una corriente de pensamiento denominada de la ‘gobernanza
económica’ (economic governance), que cuenta con un predicamento social
creciente, y que renuncia a considerar la democracia como un fin en sí mismo y
sólo se preocupa por sus efectos sobre el desarrollo económico, entendido este
en un sentido muy estrecho. Para esta escuela de pensamiento el buen Gobierno
es el que provee de las normas y los recursos necesarios para asegurar el
respeto a la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos establecidos
entre particulares en el mercado. Por ello no resulta sorprendente que algunos
de sus miembros hayan llegado a la siniestra conclusión, de que cuando el
Gobierno fracasa en el cumplimiento de estas tareas otras instituciones
privadas de tipo mafioso (Mafia siliciana, Yakuza japonesa, etc.) han ocupado
bastante bien su lugar.[6]
La mejor réplica al
elitismo democrático ha sido formulada por el conocido economista Dani Rodrik.
Si reconocemos que los mercados requieren reglas, debemos preguntarnos quién
escribe esas reglas. Los economistas que denigran el valor de la democracia a
veces hablan como si la alternativa al gobierno democrático fuera la toma de
decisiones de reyes-filósofos platónicos de mentes elevadas –idealmente
economistas.
Sin embargo, este
escenario no es ni relevante ni deseable. Cuanto más baja la transparencia,
representatividad y responsabilidad del sistema político, más probabilidades
hay de que intereses especiales se apropien de las reglas. Por supuesto,
también se puede capturar a las democracias. Pero siguen siendo nuestra mejor
salvaguarda contra el régimen arbitrario.[7]
En conclusión, la
democracia no es sólo una forma de gobierno que se justifica por sí misma sino
que también es el mejor método de conducción de la política en relación con los
intereses de la mayoría. Esta verdad tan simple como poderosa es desde algo más
de dos siglos denostada y combatida por
los conservadores de toda laya; y como ejemplo, sirva el siguiente comentario
del analista económico del Financial Times, Samuel Brittan que llegó a
escribir: “Para escapar de nuestros apuros no necesitamos otra revolución en
la teoría económica, sino una revolución en las ideas constitucionales y
políticas que nos libre de la trampa de la democracia ilimitada...”[8]
CARLOS JAVIER BUGALLO SALOMÓN Xirivella, Enero de 2013
Licenciado en Geografía e Historia
Diplomado en Estudios Avanzados en Economía
[1] Ernesto
Ganuza Fernández y Carlos Álvarez de Sotomayor: “Ciudadanía y
democracia: los presupuestos participativos”, en Ernesto Ganuza Fernández y
Carlos Álvarez de Sotomayor (coords.): Democracia y presupuestos
participativos, Barcelona, ed. Icaria, 2003, pp. 27-34.
[2] Joseph
A. Schumpeter: Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, ed.
Folio, 1984, pp. 335 y 338.
[3] Joseph A. Schumpeter: ibídem, p. 362.
[4] Joseph A. Schumpeter: ibídem, pp. 363 y s.
[5] Joseph A. Schumpeter: ibídem, pp. 368-73.
[6] Avinash K. Dixit: “Economic governance”, en Steven
N. Durlauf y Lawrence E. Blume (eds):
The New Palgrave Dictionary of Economics Online, Palgrave Macmillan,
2008. Disponible
en
dictionaryofeconomics.com/article?id=pde2008_E000260>
[7] Dani
Rodrik: Economistas y democracia, en
sts-and-democracy/spanish>
[8] Samuel
Brittan: “¿Puede la democracia dirigir una economía?, en Robert
Skidelsky: El fin de la era keynesiana, Barcelona, ed. Laia, 1982,
p. 84.