por Bibiana Medialdea,
26/12/2012
26/12/2012
Lo que se dirime es si el impago será diseñado por los acreedores de
forma que sirva a sus intereses (maximizar los pagos recibidos) o si
será usado como instrumento de legítima defensa por parte de los grupos
sociales que están pagando la deuda.
En los últimos tiempos cada vez son más las voces
que cuestionan la legitimidad del pago de ciertas deudas. La
proliferación de plataformas que defienden la necesidad de una auditoría
sobre la deuda pública, la reivindicación de anular parte de la deuda
hipotecaria de las familias con dificultades económicas (dación en pago)
o, más en general, la popularización de la consigna “No debemos, no
pagamos”, son buena prueba de ello.
Sin embargo, el
impago de la deuda suele presentarse como una opción descabellada,
inviable más allá del ámbito de la propaganda. Por muy elevado que sea
el coste social derivado de atender los compromisos financieros, se
argumenta, seguir pagando deuda es siempre el “mal menor”. Dejar de
hacerlo, condenaría a un escenario de exclusión financiera y aislamiento
político mucho más gravoso. El impago no sólo supondría pérdidas para
los acreedores sino, sobre todo, para la parte deudora, que a cambio del
alivio inmediato perdería su acceso a nuevos recursos y quedaría
estigmatizada de por vida.
Dejemos de lado el hecho
de que el fundamento jurídico vigente ampara el impago de deuda bajo
ciertas condiciones: el Derecho Internacional acuña el concepto jurídico
de “deuda odiosa” para referirse a aquella que no se ha contraído a
favor de quien finalmente ha de responder por ella. Los ejemplos más
utilizados son el no reconocimiento en 1898 de la deuda del Gobierno
cubano por parte de Estados Unidos, o la anulación en 2004 de la deuda
iraquí contraída por el régimen de Sadam Hussein.
Obviemos también la cuestión, crucial, de la legitimidad de decidir
sobre el uso que se da a los recursos propios. Es evidente, más allá de
la legalidad, que existen principios y derechos de rango superior a un
contrato privado de deuda financiera. Si no está permitido, por ejemplo,
que una persona salde una deuda vendiendo un órgano de su cuerpo, ¿por
qué habría de estarlo que un país la salde vendiendo su sistema
sanitario?
Y hagamos un último esfuerzo por olvidar
que, en flagrante contradicción con el discurso oficial sobre el “impago
imposible”, la historia está plagada de episodios de impagos de todo
tipo: desde los antiguos jubileos hasta las recientes quitas negociadas
entre la troika y el Gobierno griego. Según atestiguan las hemerotecas y
los libros de historia, la conclusión de estos episodios no concuerda
con las amenazas previstas.
Así pues, centrémonos
esta vez, exclusivamente, en un aspecto que atañe en la actualidad y de
forma particular a los países de la Europa periférica, entre los que se
incluye España: la cuestión no es si el impago de deuda es o no posible;
porque lo cierto es que en las condiciones económicas actuales algún
tipo de impago es inevitable. Y tanto los acreedores como la troika, por
supuesto, lo saben.
Sintéticamente, la situación es
la siguiente. Estos países acumulan volúmenes de deuda, mayoritariamente
privada, desorbitados; deudas que multiplican varias veces todo lo que
producen en un año (en el caso español se acerca al 400% del PIB). Por
otra parte, su producción –de donde proceden los ingresos con los que
habría que pagar las deudas- disminuye o, en el mejor de los casos,
crece a un ritmo insignificante. Así las cosas, la fórmula a la que
recurren para pagar la deuda es refinanciarla: es decir, contraer nuevas
obligaciones para saldar las que van venciendo. Pero los tipos de
interés que los mercados financieros privados exigen a los países de la
Europa periférica para concederles nuevos créditos están muy por encima
de su exigua capacidad de generación de ingresos con los que afrontar
los pagos. Como resultado, su deuda acumulada registra una inercia de
crecimiento imparable.
La secuencia, además, tiende a
retroalimentarse convirtiéndose en una espiral perpetua, debido a que
los acreedores imponen políticas de austeridad que profundizan la
recesión (dificultando cada vez más la generación de ingresos), lo cual
obliga a recurrir de forma creciente al mecanismo perverso de la
refinanciación del endeudamiento a tipos de interés inasumibles. Bajo
estas condiciones, como decíamos, saldar las deudas pendientes resulta
imposible.
A primera vista parece absurdo: ¿Qué
sentido tiene que los acreedores hagan del impago un tabú, si antes o
después tendrán que avenirse a negociarlo? Precisamente, cuando se
camina hacia un impago, convertirlo en un tabú es muy importante.
Una vez que una deuda se evidencia impagable el problema deja de
afectar en exclusiva al deudor. La función del sector financiero es
proveer de crédito, y el beneficio (interés) que obtiene por ello se
supone correspondido por el riesgo que asume en su actividad. Son
profesionales de la concesión de créditos. Siempre que alguien accede a
crédito por encima de sus posibilidades hay una contraparte que está
concediendo crédito por encima de las suyas. La pérdida en caso de
impago, por tanto, está no sólo justificada sino “prevista” en la
operación. Pero lógicamente, y en la medida en que sea capaz, la parte
acreedora tratará siempre de minimizarla. Y en el contexto político
actual, la capacidad de esta parte acreedora -el sector financiero- para
conseguir lo que se propone es, según se ha demostrado, considerable.
Una vez que no se puede seguir ignorando que la parte deudora es
incapaz de atender sus pagos, se inician las negociaciones en torno a la
reestructuración de su deuda. Y ahí lo que se abre es una disputa
distributiva fundamental: ¿Quién se hace cargo de los platos rotos?
¿Cómo se reparte la factura entre la parte deudora y la acreedora, si es
que se reparte? Incluso si la reestructuración incluye impagos
parciales, los resultados de esta negociación pueden ser
escandalosamente desfavorables para la parte deudora. El diablo, como
suele, está en los detalles.
En este sentido, resulta muy ilustrativo estudiar qué pasó con las renegociaciones de deuda en la crisis latinoamericana de los años ochenta.
Ahora que ha pasado el tiempo y es posible realizar los cálculos, se
constata que las reestructuraciones de deuda intermediadas por el FMI,
incluso cuando incluían quitas que se vendieron como grandes
concesiones, favorecieron enormemente a los bancos acreedores frente a
los Estados endeudados. Esto se debió a dos razones fundamentales. Por
una parte, porque al reprogramar los pagos los acuerdos priorizaban
siempre el pago de intereses frente a la amortización del capital, que
de esa forma no se liquidaba y seguía generando nuevos intereses. Así,
según el nuevo esquema de pagos negociado, aunque se pagaba deuda, ésta
no disminuía proporcionalmente. Y por otra, porque la reprogramación de
la deuda suponía alargar los plazo y, por tanto, incrementar el pago
final de intereses. Los cálculos señalan que en muchos casos ambos
elementos compensaron de sobra las quitas concedidas.
El saldo de la negociación en torno a la reestructuración de la deuda
(impago incluido) depende de la correlación de fuerzas entre deudores y
acreedores. Y la posición de fuerza de la parte deudora radica,
precisamente, en su capacidad de no pagar. De decidir no pagar. Fingir
que la opción del impago no existe es la forma más efectiva de despojar a
la parte deudora de su poder de negociación. Hay qecordar que la opción
del impago unilateral existe, es la única forma de que los deudores
cuenten con todo el poder que les corresponde. De nuevo América Latina,
con los casos del impago unilateral argentino de 2001 y la política del gobierno de Correa en Ecuador a partir de 2007, puede ayudarnos a ilustrar la cuestión.
Lo que ahora está en juego en Europa no es si habrá o no impago. La
cuestión política fundamental serán sus características concretas:
- Qué deuda deja de pagarse: ¿deuda pública? ¿deuda hipotecaria de familias con dificultades? ¿deuda de las entidades financieras?
- Qué acreedores asumen la quita: ¿los Estados? ¿otras instituciones públicas? ¿el sector financiero privado?
- Qué condiciones afectan a la deuda restante.
En definitiva, lo que se dirime es si el impago será diseñado por los
acreedores de forma que sirva a sus intereses (maximizar los pagos
recibidos), o si será usado como instrumento de legítima defensa por
parte de los grupos sociales que están pagando la deuda. Una deuda que,
es preciso recordarlo, no les corresponde.